domingo, 22 de diciembre de 2013

Sapientia recta inquirendi



Enfrente, al otro lado de la mesa,  encontramos a un pequeño y octogenario

Li-Pu, uno de los más prestigiosos y admirados sabios orientales  de este siglo,

cuyo nombre de origen Mandarín podría traducirse abreviadamente como:

“el Gran Maestro nacido bajo el sol del atardecer

reflejado en el lago Pu,

el gran espejo del agua esmeralda

brotada de las altas montañas  gemelas

de cumbres redondeadas

en donde llegada la primavera

la gnosis de la naturaleza

salpicará de poemas y proverbios

la dura roca que es la mente

de los hombres vacuos

al igual que las sombras azules

de ligeras mariposas blancas

aletean serenas y pausadas

sobre la  meliflua flor del cerezo carmesí

entre los bambúes oscilantes

del camino Zen”.

Li-Pu cuyo nombre en traducción extendida no quiero ni acierto en estos momentos a describir, depositó un pequeño sobre de tonos marfileños sobre la exótica madera de uno de los inmensos y brillantes  escritorios  de trabajo estilo Luís XIV de la Biblioteca central de París también conocida como Bibliothèque nationale de France.

Aquella sucinta misiva era mi oportunidad para poder entrar en la sociedad más selecta jamás conocida, el club más exquisito y elitista de intelectuales y científicos jamás creado; la Vía, el Tao, la Iluminación, el Sendero, el salvoconducto hacia el destino un sinfín de veces soñado por mi humana y desmesurada ambición, hacia una cátedra honorifica a la que tantas y tantas veces había aspirado, una corona laureada, imaginaria, intuida, deseada, añorada; la puerta de entrada hacía la Inmortalidad, hacia el Parnaso del saber y de lo sublime.


Mi nombre y mis apellidos por fin podrian estar junto a los de  Luca Eco, Jean Pierre du la Baudrillarde, Enric Bathersteinj, Dario Foe,Roland Porowsky, Luis Shiltonhen , Fernando Arrasbal  y Daniel Rubio i Ortells, entre otros.

Cogí el sobre con manos temblorosas, en él destacaba el añil de los membretes de la Universidad Internacional de anonetología, el sello de “El Otro ilustre Colegio Oficial de Pataphysica” (OICOP), el del The London Institute of Pataphysics, el emblema y el símbolo del colegio de patafísica de París y sobre todos ellos la "Eadem mutata resurgo" y la espiral logarítmica.

Ese sobre, de apariencia inocua escondía en su interior un reto intelectual único, una prueba colosal que exigiría una aguda búsqueda y una ingrata y prolongada investigación en el más enrevesado  y complejo de los procesos del descubrimiento científico, un estudio cuya resolución final me ofrecería una cátedra en el celebérrimo Instituto Parisino de Estudios Superiores e Inútiles.

Li-Pu me miraba impertérrito, paciente, sugiriéndome con una sonrisa inocente e infantil, que lo abriera, que lo leyera, a sabiendas de que yo era uno de los mayores expertos internacionales en Antropología erótica de los pueblos aborígenes, amén de Doctor en Psicología y Sexología de la Gestalt, Doctor Cum Laude en Sociología de las interrelaciones afectivas… Premiado y condecorado en diferentes ocasiones, por mis estudios e investigaciones de campo sobre los ritos sexuales iniciáticos de los adolescentes Antropófagos de Tasmania, autor de diferentes publicaciones y manuales básicos sobre la Hermenéutica de los textos tántricos hindús y de tratados de renombre sobre la Eugenesia natural de las tribus Jíbaras, entre otros.

Li-Pu me miraba y sabía, y yo sabía que él sabía que yo sabía que él sabía que  yo sé que sabía que yo y sólo yo podría ayudar a la Honorable Hermandad Patafísica a resolver el gran enigma dorado de la Fraternidad; una gesta  de extremada dificultad cuya victoriosa resolución permite la entrada de un nuevo miembro cada 5 años.

Mi mano temblorosa y, a mi pesar, húmeda abrió el sobre con el abrecartas ceremonial de plata labrada. Con  evidente torpeza, pero con ansia  tiré nervioso de una de las esquinas que asomaban  en su interior y saqué a la luz, en un intento que se me hizo interminable,  una pequeña cuartilla blanca… escrita.

Cuando conseguí enfocar mi miopía  hiperbólica observé gradualmente que  aquel papel  de alta calidad, grueso y de tacto agradable, contenía trazada con los enormes y asimétricos caracteres de una vieja máquina de escribir, la sucinta pregunta, el enigma que debía resolver si quería ascender al Reino de  los Cielos de los más sabios de los sabios:


¿PARA QUÉ SIRVE LA PILILA?



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